Neurociencia de un corazón roto
Cómo sanar, desde tus neuronas, lo que el otro rompió sin darse cuenta: de la herida al reencuentro con uno mismo.
Para ti, que el llanto no pasa, que las lágrimas brotan solas, para ti que estas dispuesta a dar. Para ti que tienes el corazón roto, que te faltan respuestas, para ti que viviste de ilusiones que no se cumplieron. Para ti, que incluso así, sonríes, amas, vives y continuas. Para ti mi Cuchis.
Microinfarto
El corazón, esa pequeña bomba llena de sangre, que parece que nunca se detiene… hasta que nos llega esa llamada, ese mensaje, que nos hace detener el tiempo, perder consciencia, que nos hace darnos cuenta de que todo estaba “bien” y algo está por cambiar.
El corazón, aunque muscular, es un pequeño cerebro cardíaco que late de 70 a 80 latidos por minuto, cien mil veces al día, y casi un promedio de 3 mil millones de veces en nuestras vidas. Y aun así, a pesar de que estamos tan acostumbrados a su fuerza, cuando por medio segundo se para o se acelera, lo sentimos. Aprendemos a re-escucharlo.
Todos hemos vivido esa sensación.
Un microinfarto, acompañado de náuseas y ruido. Muchas voces, todas de golpe. Un nudo en la garganta. Un verdadero overwhelm, que nos tumba ante la sensación de vacío que trae ese futuro abrumador y poco conocido que estamos por imaginar…
y que simplemente no podemos entender.
Es como si intentaran meter un elefante en una caja, demasiado grande para lo que soportamos de golpe. A veces, sabemos que algo viene, pero no vimos de dónde (o no quisimos verlo)… y simplemente nos arrolló. A veces, nunca nos dimos cuenta, hasta que pasó.
¿Pero es real? ¿Realmente existe el corazón roto? ¿Se sana?
Vamos a verlo, claro, desde la neuro… pero también desde un poquito más allá.
Cuando era pequeño, me contaron que, para saber el tamaño de tu corazón, tenías que cerrar la mano y ver tu puño. Y en este punto de mi vida, después de haber sostenido varios corazones en mis manos (como médico) y haber ayudado a varios corazones (como psicólogo y amigo), sé que sí es así… pero hay más.
El corazón tiene miles de células en forma de Y —“apantalonadas”, les dicen— que forman, en conjunto, un solo gran músculo (¡sí uno solo!): el miocardio. Y aunque la mayoría de las personas podrían considerarlo un órgano más, es más bien un “neuro”-órgano, ya que cuenta con casi 40.000 neuronas, pero no son solo nervios y ya.
El corazón tiene su propio “cerebro” cardíaco. Un sistema propio hecho para procesar información sensorial, química, hormonal y eléctrica. Es capaz de “tomar decisiones” por sí solo. El corazón no le pregunta al cerebro si debe subir o bajar la frecuencia; simplemente detecta que algo cambió y empieza a bombear más fuerte o más lento. Se “detiene” o se acelera. Y si bien el cerebro normalmente manda sobre el corazón y toma más decisiones de arriba hacia abajo, la realidad es que hoy sabemos que el corazón también puede mandar al cerebro y enviar señales al sistema límbico (el emocional) y (des)regularlo.
Más abajo te contaré cómo se activan mutuamente y cómo poder regularlo, pero por mientras, te quiero contar una antigua historia.
Enfermedad del apego
Hace 2.700 años, Safo de Lesbos —de donde viene la palabra “lesbiana”— fue una poetisa que nombró al corazón roto por primera vez como una enfermedad física y mental. Ella decía que el desamor era una dolencia que, como fuego, nos tumbaba en un temblor de adicción por el otro; que el desamor no era ni racional ni sublime, sino la pérdida de palabras y la presión en el pecho provocada por el corazón. Para ella, el desamor no era poético, sino real. Una enfermedad a tratar. Y murió por eso.
Era de clase alta y opulenta, una familia rica que cada día lo era menos, que luchaba por mantener su estatus. Sus padres, Kleis y Skamandar, eran productores de vino. Ella era la menor de cuatro hermanos y la única mujer. Amante de la justicia, llegó a rebelarse contra el tirano de la isla, pero perdió y por ser mujer, se le perdonó la vida, aunque fue desterrada durante seis años.
En el exilio conoció a un hombre que le triplicaba la edad y con quien tuvo una hija, a la que nombró como su madre. No hubo amor, sólo dinero. Cuando enviudó al poco tiempo, obtuvo la libertad de viajar por el Mediterráneo.
Se volvió famosa por sus letras y canciones. Finalmente, perdonada por su fama (incluso Platón la llamo su musa) y pudo regresar a Lesbos, donde, con su fortuna, fundó la primera escuela para mujeres, enseñándoles literatura, canto y danza.
Tristemente, muchos de sus escritos fueron destruidos por considerarse “inmorales y pecaminosos”. Demasiado “lésbicos” para la época.
Como estos versos que eran dedicados a una de sus novias:
“Y tú, ¡oh, dichosa! en tu inmortal semblante
te sonreías: ¿Para qué me llamas?
¿Cuál es tu anhelo? ¿Qué padeces ahora? —me preguntabas—
¿Arde de nuevo el corazón inquieto?”
En el año 1073, se ordenó su quema y de los nueve libros que escribió, sólo quedan fragmentos de uno “Oda a Afrodita”. Y aunque hoy se sabe que sí Safo de Lesbos sí existió y no es leyenda, se le menosprecio, al punto que parecía más un cuento o simbolismo que realidad.
Por ejemplo, Ovidio y Horacio sólo la recuerdan por “lesbiana”, no por poeta. Safo se volió a casar con un hombre, aunque su verdadero amor fue una joven llamada Atthi, a quien escribió:
“Atthi no ha regresado.
En verdad, me gustaría estar muerta.
Al abandonarme, ella lloraba.
Lloraba y me decía:
‘¡Ah, Safo! Mi dolor es inmenso.
Me voy a pesar de ti…’
Y yo le respondía:
‘Ve, feliz, recuérdame.
¡Ah! ¡Tú sabes bien cuánto te quiero!’”
Y cuando Atthi la rechazó y no volvió, Safo le respondió con esta despedida:
“Morirás, y de ti no quedará memoria,
y jamás nadie sentirá deseo de ti,
porque no participarás de las rosas de Pieria;
oscura es la morada de Hades,
vagarás revoloteando entre innobles muertos.”
Desde la Antigua Grecia hasta bien entrado el siglo XX, se le llamó meretriz —sexualmente libre, en todo despectivo, pero en "fancy"—. Finalmente, después de años de ganar mala fama, de buscar amor entre hombres, pero muchas más veces en mujeres y de acuerdo a la mitología, Safo terminó su vida. Dice la leyenda, que tirándose de un risco.
Ella fue la “primera migajera”, el primer apego ansioso por separación, el primer corazón roto que dedicó palabras, ciencia, estudio, tiempo, poesía y arte. Ella fue la que hace hoy existan todas esas canciones como “lo dejaría todo porque te quedarás” de Chayanne, o “desperado” de José José. Ella inspiró el arte “ardido”, “migajero”, “apegado”. Ella nos dió catarsis.
Medio siglo atrás de nuestro presente, Bowlby, padre de la teoría del apego actual, rescató sus ideas y dejó de llamarlo enfermedad por desamor para describirlo como lo conocemos hoy: “ansiedad por apego y separación”. Una sensación física de mareo y necesidad, que necesita acompañamiento, reconstrucción, partida y despedida. Una ansiedad tan fuerte que no se controla, se acompaña, se abraza, se deja ir poco a poco. Se trata en terapia, se le busca sentido y se le abandona la idea de entender, para continuar.
Hoy también se le puede conocer como “respuesta somática al interés romántico no correspondido”, un tipo de psicopatología asociada al estrés, la ansiedad, la fobia y la depresión, de acuerdo al DSM-V.
Mitología del desamor
Sin embargo, Safo era una griega que vivía en su cultura, y no podía escapar de ella. Su idea del amor romántico, correspondido, era algo que existía en sus días y que nosotros heredamos como país descendiente de la cultura grecorromana (a diferencia de las ideas sin apego del budismo y el hinduismo oriental).
Safo creció escuchando las historias de Narciso, ese joven que se amaba tanto que se ahogó; las historias de Aquiles y Troya, donde los hombres se volvían semidioses por amor, luchando por sus princesas y reinos. Creció escuchando la historia de Hércules luchando por Megara y de Orfeo bajando al inframundo por Eurídice, sin nunca poderle ver la cara de nuevo. Ella creció enamorada del amor, y así lo hizo ver.
Y tal vez, su principal punto de guía partió de una idea muy simple: su religión. Esa famosa mitología griega donde Zeus, Cronos, Hades y Afrodita conviven. Una visión tan profundamente humana, que en su intento de explicar su experiencia de vida, sin darse cuenta “inventaron” la psicología.
El mito es tan antiguo como Grecia, pero fue puesto en palabras en El asno de oro.
Ahí se relata que “Psique” (el alma) era una joven humana, débil, dependiente, miedosa, impulsiva, inteligente, pasional… y, sobre todo, hermosa. Tan bella, dice el mito, que la propia Afrodita —la diosa del amor— se puso celosa y quiso acabar con ella. El amor queriendo matar al alma. Y mandó a uno de sus hijos, Eros (lo erótico), el famoso Cupido o Serafín, a que la flechara con su arco mágico para que se enamorara del hombre más feo del mundo.
Sin embargo, Eros, al verla —y sin necesidad de flecha— se enamoró de ella. Lo erótico se enamoró del alma humana, traicionando al amor. Y se casó con ella, con una sola condición: no podía verle la cara. Solo estarían juntos de noche.
Él la visitaba todas las noches. Le hablaba bonito, la conquistaba, vivían de pasiones... y a la mañana siguiente, se iba. Psique sentía tanta conexión con él que aceptó, y fue feliz por un tiempo. Pero con el tiempo, el alma humana necesitaba más que abrazos, palabras y conexión carnal: quería conocer a su amante, saber quién era. Y una noche, mientras Eros dormía, le puso una lámpara en la cara. Ella se enamoró aún más al verlo, le despierta el amor erótico por él, pero él se despierta, se quema con el aceite de lámpara y huye, con la sensación de traición y haber sido usado, su “amada” no pudo cumplir su promesa.
Desde entonces, dicen que el amor sonríe cada vez que lo erótico nos enamora... porque no nos llena. Dicen que lo erótico viene de noche y nos visita, pero nos abandona. Desde entonces, Afrodita —el amor mismo— nos enseña que la curiosidad es contraria al amor, y que la confianza es necesaria para estar con alguien.
Cuenta el mito que la psique —nuestra alma humana— desde entonces está en proceso de pérdida, como si todas las noches de nuestras vidas se convirtieran en un viaje de dolor, humillación y pruebas, donde se transforma en un duelo largo y constante… hasta que un día, sin darnos cuenta, volvemos a encontrarnos con Eros en otro lado, en otra persona. Pero ya no solo por la parte erótica del cuerpo, sino por la parte erótica de la conquista, de la conexión, del deseo y del ser deseado.
Dice el mito que el desamor es vivir lo que vivieron ellos. Eros: esa quemadura de aceite al descubrir que tu ser amado no es lo que esperabas. Psique: pensar que ya descubriste el amor y darte cuenta de que, cuando lo conoces de verdad… huye. Y te abandona. Te deja sola.
¿Qué es realmente el desamor? Para mí, un día sentirte sola, al otro acompañada y al siguiente darte cuenta que siempre estuviste en una ilusión temporal. El amor de verdad va más allá de todo esto, pero darse cuenta duele y mucho.
Nervios y corazonadas
Dicen que el corazón tiene el tamaño de una manzana roja. Y no sé tú, pero a mí me parece muy simbólico que sea la misma fruta que aparece en el cuento de Blancanieves, la del deseo, la caída, la vida y la muerte. Pero más allá de lo simbólico, el corazón es un órgano increíblemente sensible. No solo late, también escucha, interpreta, responde.
Y lo hace porque está atravesado por miles de fibras nerviosas, por redes que lo conectan al cerebro y al resto del cuerpo.
Tres vías principales lo afectan, lo regulan y lo alteran cuando amamos o sufrimos.
Primero, la vía neuroeléctrica, donde los iones —como el potasio, el sodio, el calcio— y los neurotransmisores como la acetilcolina o la noradrenalina, influyen en el ritmo del latido, en su velocidad y en su fuerza.
Después, la vía neurohormonal, modulada por el sistema del Péptido Natriurético Auricular (ANP), una especie de mensajero que le dice al corazón cuándo relajarse, cuándo liberar presión, cuándo volver a fluir.
Y por último, la menos conocida, la vía neuromagnética.
Sí, el corazón también emite un campo electromagnético, el más fuerte del cuerpo, y responde a los del entorno.
Por eso a veces sientes que alguien “irradia” calma o que otro “te altera” sin decir palabra. Tu corazón lo está leyendo, antes que tu mente.
Así que, volviendo a la neuro… vamos con cada una, te las explicó, desde lo que pasa en el corazón roto.
Cuando la chispa se apaga… Vía neuroeléctrica del corazón roto.
En el corazón roto, algo se rompe y sabemos que no vamos igual. Los latidos del corazón se vuelven irregulares, intensos; a veces no se sienten, y a veces se sienten de más. A veces nos acordamos de algo y todo se acelera; otras veces estamos en modo avión, con la mirada perdida, y apenas lo sentimos.
¿Sabes qué es lo peor? Que aunque creamos que la cabeza domina al corazón, solo el 20% de las fibras del cerebro “bajan”. El sistema simpático —ese que aumenta la frecuencia cardíaca, que se activa con los síntomas de huida, de estrés o de peligro— depende únicamente de ese 20% de fibras cerebro-corazón. El otro 80% sube, el corazón manda más mensajes al cerebro de los que recibe (al menos directamente).
Por eso, cuando estamos recibiendo ese mensaje de whatsapp o teniendo esa charla, tenemos tiempo y ganas de huir. Nuestro cerebro recibe señales de riesgo: “Corre”, le dice el corazón, que se acelera, como si quisiera escapar del peligro inminente del abandono. Pero no puede hacer nada: las piernas están paralizadas, los oídos escuchan, mientras poco a poco el corazón se va “rompiendo”. El cerebro aún no reacciona. Esa sensación intensa los afecta de verdad.
Cuando está “roto”, el corazón libera señales de presión, de ritmo, de oxigenación, de inflamación. Quiere salir corriendo de la caja torácica. No le gusta la presión que siente, no puede bombear bien. Los pulmones, que están hiperventilando, lo están aplastando. Las costillas y los músculos intercostales están rígidos. El oxígeno no alcanza. Nos mareamos.
El cardias —esa parte del estómago justo en la entrada, lo que muchos llaman “la boca del estómago”— recibe su nombre porque, antiguamente, cuando una persona sufría un infarto, el dolor se sentía ahí. Por eso se pensaba que el corazón dolía desde el estómago. De ahí, cardias.
Pero en realidad, el cardias es una válvula, una especie de puerta de paso entre el esófago y el estómago. Y cuando hay ansiedad, miedo, tristeza intensa…
se bloquea. El estomágo queda atrapado entre relajarse o tensarse.
No sabe si abrirse o cerrarse. Y eso se siente como un nudo, una presión, un vacío extraño justo en ese lugar.
Sin saber si relajarse o tensarse.. El nervio vago manda señales que no entiende. Queremos vomitar, porque el cerebro interpreta que algo nos está haciendo daño. Hay que expulsarlo. Ojalá supiera que no está en la panza.
El corazón solo recibe el 20% de las señales, pero envía el 80% a través del nervio vago. Le avisa al tronco encefálico que algo anda mal, que nos estamos muriendo.
El tronco reacciona pidiendo que se relaje, que respire más lento, que libere presión. Y con ayuda de las señales del corazón, se activa el sistema límbico, que como un sistema de emergencia, y en un intento de sacar todo el estrés físico para relajar el cuerpo, finalmente, lloramos desconsoladamente. Soltamos la presión. Relajamos las costillas, las abrimos lo más que podemos, respiramos mucho más rápido y en intervalos cortos. El llanto es un mecanismo que usa el cuerpo para darse compasión, para que lo dejemos respirar bien. Le damos espacio al corazón para bombear. Llega más oxígeno al cerebro. Y nos calmamos (del cuerpo)… un rato.
Aún así, el esfuerzo físico de llorar es tanto, que nos sentimos cansados, agotados, los músculos gastaron energía. Queremos dormir o simplemente, nos dormímos llorando.
Cuantos niños después de un gran berrinche, duermen pacíficamente; cuantos corazones rotos encuentran descanso en las lágrimas.
No todo queda igual. El cerebro ya cambió su dinámica. Está en alerta. La amígdala está lista para actuar. Sentimos miedo, fobia, necesidad, dependencia. Necesitamos calma. ¿Y qué da más calma que buscar aquello que, al quitárnoslo, nos causó el caos? La pareja. Pero ya no está. No se puede.
Ahí empieza el corazón roto, en la idea de no poder obtener aquello que nos daba paz y en creer que eso que nos elevaba tanto ya no está, ni estará. Si tan solo nos diéramos cuenta de que esa persona que nos ilusionó no existe —y tal vez nunca existió— y, si existió, ya no más. Si es una duda temporal, se arreglará, pero no hoy ni tal vez mañana. O sí, pero tú no mereces dudas ni rechazos, no hoy ni mañana. Tu cerebro lo sabe y por eso duele, se llama disonancia cognitiva:
Te amo, pero “odio” amarte porque duele.
Si tan solo pudiéramos ver, en ese momento, cuánto necesitamos a nuestra mejor versión. Esa que se ama, que se abraza. Esa versión que está por venir: la que comerá mejor, escribirá, hará yoga o meditación, irá al gym. Si tan solo pudiéramos decirle a esa versión con el corazón roto que está bien, que llore, que saque todo, que podrá, que saldrá adelante, que nadie juzgará, no hay vergüenza en el dolor ni el llanto, que conocerá gente, y sobre todo, que llegará el día en que alguien, en lugar de hacerte depender, te hará sentir plena, independiente, y te enseñará a volar juntos, sin estar atados —como diría Frida Kahlo.
Si tan solo pudiéramos decirle a esa persona con el corazón roto que su dolor es válido, pero que también es pasajero. Que olvidarlo será difícil, sí, pero cada día su nombre pesará menos. Que su memoria irá apagándose poco a poco. Que la sonrisa y el llanto al recordarlo se desvanecerán. Que la memoria, sin que te des cuenta, dejará de funcionar como antes, y se irán rompiendo las conexiones que creó. Un día olvidarás el nombre de su abuela, incluso su cumpleaños. Y si lo permites, llegará un día en que, aunque algo te lo recuerde, no pensarás en esa persona con dolor. No la olvidarás del todo, simplemente ya no será importante, no como antes. Será algo “neutro”. Bonito. Un recuerdo de “otra vida” que tuviste.
Y ahí entra la cuestión cognitiva, y por supuesto, la terapia:
¿Qué hizo que esa persona para me diera paz?
¿Qué poder le di?
¿Qué idea tenía sobre ella?
¿Es real o fue una idealización? Spoiler, un poco de ambas.
¿Sus acciones fueron reales y presentes, pero ya son pasadas? ¿O son realides de un pasado que sigo creyendo, pero ya no existe?
Hormona del corazón roto… Vía endocrina del desamor
Todos hemos escuchado que la oxitocina es la hormona del amor, esa pequeña molécula culpable del apego. Esa proteína que se libera cuando un bebé es alimentado por su madre. Ese par de carbonos que se activa en el primer beso de una pareja. Esa sustancia química que hace que cualquier relación física pese más si se hace con cariño, haciendo que nuestro cerebro se “ate” al otro.
La oxitocina no es magia. Es consecuencia de un proceso biológico, que muchas veces va guiado por una cuestión mental, cognitiva. Puede ser el beso más apasionado del mundo, pero estar pensando en otra persona. Puede ser la mejor leche del mundo para un bebé, pero servida en la peor mamila que su paladar haya probado. La oxitocina no es mágica, y menos mal —si lo fuera, podríamos enamorarnos de cualquiera, incluso de quienes, sin nuestro consentimiento, intentan “darnos” sensaciones físicas que no pedimos.
El cerebro y lo mental mandan; la oxitocina solo es un medio. El verdadero apego nace de la idea, de lo que queremos y creemos ver. Eso es lo que nos dificulta despegarnos de las personas, las madres de sus hijos, las parejas de sus novios. Tristemente, cuando lo interno cambia —el deseo, la intención—, la oxitocina ya no tiene de dónde sostenerse, y su efecto desaparece… aunque aún esté en el cuerpo.
Más triste aún es cuando solo desaparece en una de las dos partes.
¿Qué pasó? ¿Qué cambió? Es difícil saberlo. Tal vez nada. Tal vez todo. Tal vez fue el cansancio, una desilusión, o una ilusión más grande. Tal vez no era oxitocina. Tal vez solo era dopamina— ese otro neurotransmisor que llega cuando algo placentero aparece. La dopamina es débil.
Necesita más y más cada vez. Y un día, como personas, dejamos de suplirle al otro… y se va, sin importar cuanto demos, ya no somos nuevos ni hay novedad. Nunca o muy poco se desarrolló oxitocina por nosotros y esta bien (aunque existen formas de irse, y eso se llama madurez y responsabilidad afectiva).
Tal vez nunca tuvo una idea clara de quedarse (incluso sin saberlo, desde lo inconsiente). Y cuando el placer de lo nuevo se acabó, también se acabó su interés y duele. A veces, a eso lo llamamos love bombing, cuando se suple para obtener, no por el hecho de dar (incluso sin lo maquiávelico del deseo) .
En otras ocasiones, con otras personas, puede ser que sí había oxitocina, sí había compromiso. Pero simplemente se fue. A veces, el dolor fue más grande, la presión demasiado fuerte, el miedo más real, las ideas internas más ruidosas… y hasta el autoestima jugó en contra. No todo el mundo cree que merece amor. No todo el mundo se cree capaz de amar, sobre todo cuando el compromiso le exige más de lo que puede o quiere dar. Y no te toca a ti, cambiar esa idea, creéme, por más que intentes, no lo lograrás, es trabajo interno.
Pero bueno… si la dopamina es la hormona de la atracción, la serotonina la de la estabilidad emocional, y la oxitocina la del apego…
¿cuál es la hormona del desamor?
Se llama Péptido Natriurético Auricular (ANP), y aunque su nombre suene complicado, su función es bastante simple. Es una hormona que se libera en los riñones, y su función normal es ayudar a regular el líquido dentro del cuerpo. Pero cuando tenemos el corazón roto, se “desequilibra”: reduce el volumen de agua en sangre y provoca cambios en la presión arterial. Nos da un bajón, nos sentimos mal. Se relajan los órganos y la musculatura lisa (como las glándulas lagrimales, por ejemplo).
Además, el ANP entra en una especie de lucha local con la aldosterona, haciendo que el sodio se libere aún más, y cancela los efectos de la vasopresina, que normalmente ayuda a conservar el agua. Entramos en un bucle de pérdida de presión y líquidos que va en aumento, casi hasta el desmayo.
La respuesta natural del cuerpo es buscar agua, tratar de compensar esa falta de líquido en sangre. Pero como las otras hormonas están alteradas, el cuerpo se desespera y se activa el sistema límbico y el eje HPA (hipotálamo–hipófisis–suprarrenal), generándonos ansiedad.
¿La finalidad? Que nos movamos, que sintamos que algo tenemos que hacer. Una ansiedad que nació para buscar agua, pero... oh, sorpresa, el problema no es el agua, sino nuestras emociones desbordadas. Y terminamos búscando al otro como si fuera el agua que necesitamos para vivir.
¿Y por qué se libera en el corazón roto? Porque el corazón detecta que está acelerado y quiere tranquilizarse. Libera ANP para bajar la presión, pero en el corazón roto este proceso no se detiene... y termina por darnos ansiedad. Deja de ser funcional. Nos desconecta. Y esa ansiedad se convierte en rumia, pensamientos que van y vienen, lágrimas, llanto, enojo, sensación de abandono, vacío. Sí, nos falta agua, pero nos falta aún más el otro.
Descontrol, el caos de un ruptura.
Además de las hormonas, los iones y neurotransmisores también se alteran.
El cuerpo siente riesgo y libera noradrenalina. No sabe que lo que está viviendo no es realmente de vida o muerte, pero así lo interpret, así lo sentimos. Los niveles suben tanto que se vuelven tóxicos para el miocardio. Lo está “matando” lentamente. Estamos diseñados para huir, no para estar alertas todo el tiempo.
Eso provoca que la adrenalina se active, se libere, y el sistema simpático se vuelva loco. Los receptores beta-adrenérgicos del corazón están al tope. Quiere huir, pero de ti. No soporta el estrés que le estás imponiendo. Poco a poco, el corazón se desregula— latidos descompasados, bajones inesperados, taquicardias intermitentes. Algo está fallando.
El pobre corazón se estresa, y lo sabe. El cortisol se da cuenta de que hay fiesta y aparece. Ataca el sistema inmune y al corazón. Se nos bajan las defensas, y el corazón no logra salir del bucle inflamatorio. La regeneración se detiene. Las células comienzan a fallar.
El exceso de cortisol, además, bloquea la dopamina y la serotonina, haciendo que la anhedonia —esa incapacidad de sentir placer— se instale en nuestro chip cerebral. Perdemos la motivación, no queremos salir de la cama, ni hablar, ni comer. Nada da placer. Parece que es el duelo, la ausencia del otro. En realidad, al menos estos síntomas, son por el cortisol bloqueando la dopamina. Pero si logramos bajarlo —con ejercicio, con una dieta cuidada, con meditación— créeme, puedes volver a sentirte bien.
En casos más extremos, los antidepresivos ISRS, que actúan sobre los receptores de serotonina, pueden ser recetados incluso en duelos románticos. Porque si esta situación se cronifica, la serotonina no se regula sola, y necesita un empujón.
Sin serotonina no dormimos, no descansamos, no comemos, no funcionamos. Y sin sueño ni alimentación adecuada, entramos en un calabozo del que es casi imposible salir. La depresión causa más depresión, como una bola de nieve. Esto necesita un equipo: nutrición, psicología, medicina. Por suerte, en la mayoría de los casos, salimos con apoyo social, terapia y buenos hábitos. Otras veces no... y también está bien.
Además, cuando todo esto ocurre, la percepción del dolor físico y emocional se confunde. El cerebro ya tiene problemas para diferenciar si el dolor viene del cuerpo o de la mente. Ahora, mucho más. De hecho, hay estudios que han demostrado que analgésicos comunes —que no recomiendo sin supervisión médica— han ayudado a aliviar casos agudos de corazón roto. No mucho, pero algo.
¿Por qué? Porque el acetaminofén (paracetamol) activa la corteza cingulada anterior y hace que el dolor físico o social se “duerma”. Reduce la empatía con el otro, y baja la percepción del daño. Nos duele menos porque lo vemos menos importante, y nos importa un poquito menos hacerle daño con nuestro contra-rechazo. Aunque, claro, a veces al otro ni le importa.
Desamor en pequeñas partículas… alteración iónica
Como te imaginarás, los pequeños iones tampoco se salvan cuando todo lo demás está alterado. La adrenalina, que nada en sangre intentando “salvarnos” del corazón roto, libera calcio y lo sobrecarga. Hace que las contracciones del corazón sean más intensas, al punto de doler. A veces, son tan fuertes que se “duermen” por microsegundos… y esos microsegundos provocan falta de aire, físicamente.
El potasio también se ve afectado por estas arritmias. Su alteración interfiere en la repolarización del corazón, lo que genera aún más estrés y desacelera cada latido. Además, como ya vimos, el sodio anda suelto—el corazón se despolariza más rápido de lo que debería, quiere latir con más fuerza y sin descanso, pero no puede. No se entienden, las neuronas están confundidas. Por un lado les piden acelerarse y por otro frenar.
Necesitan reponerse con potasio, que no entra, pero el sodio ya salió por montones. El corazón empieza a latir por zonas, como puede, de forma descoordinada, pero avanzando, no te deja solo.
Y ahí, en lo más oscuro del momento, aparece el gran héroe silencioso de esta batalla interna: el magnesio.
Llega y calma a los canales de calcio, estabiliza las arritmias, regula la disfunción nerviosa… es como si le dijera al corazón: “hey, tranquilo, no estás solo, alguien te cuida”.
Curiosamente, ese magnesio se libera gracias al propio estrés. Un último guardián, que llega justo a tiempo. Un guardián que es liberado por el cerebro y consumido por la dieta. Un bombero en medio del incendio.
Cuando los imanes se repelen… Vía electromágnetica de la desilusión
En 1917 decía Freud, en Duelo y melancolía, que la desilusión amorosa aparece cuando el yo —esa parte que te hace ser tú— reconoce que el otro ya no está. Que el vínculo que los unía se desvaneció, dejó de existir. Que el duelo empieza cuando los lazos afectivos se aceptan y se dejan ir, se retiran uno a uno, se les quita el poder de alterarte. Es un proceso humano: echarle alcohol a la herida, arrancar la costra, para dejar que sane bien y desde el principio. Es lograr desidentificarnos del otro. Es crear un nuevo yo, un nuevo mundo, una nueva vida sin el otro.
Para Freud, el duelo mal llevado era la incapacidad de soltar al otro, de tenerlo tan interiorizado que abandonarlo se siente como abandonar una parte esencial de ti. Como si tú, sin esa parte, no supieras existir. Un objeto perdido que odias que se vaya, pero que odias aún más seguir teniendo. Para él, el corazón roto es reconocer que tu idea del otro... solo era eso: tu idea. Y no era real. Es la necesidad de reconfigurar el yo con la realidad que sí es.
De ahí partió Lacan, muchos años después, diciendo que:
“Amar es dar lo que no se tiene a alguien que no es.”
Es decir, amar es entregarle al otro algo que creemos que tenemos —pero que en realidad también nos falta—, esperando que esa persona lo reciba, lo llene, lo sane. Es la compleja ilusión de que el otro será quien cure nuestras carencias. Que completará el dibujo. Y el duelo, entonces, es reconocer que el otro no es un objeto ni una cosa, es un deseo en movimiento que personificamos. Que creímos que iba a quedarse. Y el corazón se rompe cuando nos damos cuenta de que el otro… o no era, o era y cambió, se movió y se fue.
La realidad es que, casi siempre, es un poco de las dos cosas.
El campo mágnetico del Yo en el otro.
Aunque el primer libro de Freud fue sobre neurociencia, terminó alejándose de ella por falta de tecnología. Y, como tantas veces, acerto y se equivocó… pero no del todo ni en todo.
Hoy, desde la neurociencia y la terapia cognitivo-conductual, puedo admirar lo que logró con solo lenguaje, símbolos e intuición, describió procesos internos que hoy sí podemos medir con datos biológicos. Lo que él pensaba como teorías, nosotros ahora lo registramos como información.
Las neuronas son como pequeñas antenas (y los cúmulos neuronales, como satélites).
Funcionan con frecuencias, ondas y campos eléctricos que no vemos, pero sentimos.
No como aseguran ciertos gurús con aire místico, sino como algo más real—ondas que, aunque no veamos, nos afectan.
Por ejemplo, el corazón —ya sea por su potencia o porque no está encerrado por un cráneo— tiene un campo electromagnético 5.000 veces más fuerte que el del cerebro. Se percibe, vibra, nos afecta.
Yo lo veo cada semana haciendo electroencefalogramas. Aunque el casco está lejos del pecho, el latido se cuela en la señal. Lo tengo que "limpiar" para ver la actividad cerebral “pura”. Pero ahí está. Presente. Constante.
Y vos también lo has sentido:
Tu corazón se sincroniza con la música, con un abrazo, con las emociones del otro.
Cuando alguien sufre cerca tuyo, lo percibes.
Tu cuerpo reacciona, incluso si no sabés por qué.
Cuando el corazón se rompe (literalmente)
En momentos de sufrimiento intenso, el sistema nervioso se desbalancea.
El simpático y el parasimpático entran en conflicto: activación vs. pausa, huida vs. congelamiento, consuelo vs. alerta.
A eso le llamamos variabilidad de la frecuencia cardíaca (HRV).
Cuando estás en equilibrio, esta variabilidad es armónica. Pero tras un golpe emocional, se vuelve caótica. La respiración se altera. Las ondas cerebrales cambian.
El entorno parece más amenazante. El corazón late fuera de ritmo, y todo se desincroniza.
Parece telepatía, pero es regulación cruzada. Sin saberlo, sincronizamos nuestro corazón con el del otro. Y cuando esa frecuencia cambia, lo notamos.
Sabemos que algo se rompió. Que el otro se está yendo.
El cuerpo intenta aferrarse
Y ahí, en el corazón roto, empezamos a hacer de todo para volver a encajar.
Rogamos, negociamos, cambiamos. Queremos alinear nuestra frecuencia a la suya.
Intentamos recrear la emoción de antes, pero sin el otro, no se puede.
Ese espacio compartido ya no existe.
Nuestra red por defecto cambia (esa del Self), nuestras neuronas vuelven a ser solo nuestras. Ya no nos pensamos como dos en uno, o uno en dos. Y aunque duele, tenemos que volver a vibrar por cuenta propia, en nuestra propia frecuencia.
Ahí es donde entra Freud.
Percibimos que el otro ya no vibra como antes, que algo cambió, que sufre, que su forma de vernos ya no es la misma.
Y lo sentimos. Nos duele. Ese dolor desordena el ritmo del corazón.
Intentamos adaptarnos, pero mientras el otro sabe lo que siente, nosotros recibimos la señal de golpe. Aunque a lo mejor hubo señales antes, no las vimos o quisimos verlas. Nuestro enamoramiento nos traicionó. No estábamos listos, la venda que nos tapaba los ojos era demasiado bella.
Y ahora nuestro sistema límbico se descompensa, nuestras ondas cerebrales se alteran, nuestro corazón y cerebro se desincroniza con el del otro.
Ya no “vibran” juntos, y finalmente, lo notamos: el otro se está yendo.
Ese lugar, ese espacio emocional compartido, ya no existe.
Y aunque intentemos recrearlo, sin el otro, es imposible.
Tratamos de volver a encajar.
Rogamos. Prometemos cambiar. Damos más.
Intentamos alinear nuestra frecuencia a la suya, volver a ese estado emocional que teníamos cuando estábamos juntos. Pero ese espacio ya no está.
Ya no vibra. Ya no responde.
Y entonces, nos toca lo más difícil:
encontrar ese estado de bienestar por nosotros mismos.
Darnos cuenta de que el otro era una idea, un canal, un reflejo…
pero no el bienestar en sí.
Tal vez Freud me colgaría si le contara esto.
Y sé que más de un neurocientífico lo negaría solo por llevar su nombre.
Pero yo elijo ver las ideas de Lacan —eso de
“dar lo que no se tiene a quien no es”— como una frecuencia.
Una vibración emocional, percibida con los sentidos y la consciencia, una vibración que creemos encontrar en el otro, que forzamos un poco para que encajar completamente, y que, como un efecto placebo,
nos convencemos de que es real al 100%.
Aunque ya no esté (o aunque, tal vez… nunca estuvo).
No me malentiendas.
Yo sí creo que esa conexión existe o existió.
Aunque, por experiencia, me he dado cuenta —en retrospectiva—
que muchas veces es más bien el choque de dos estrellas fugaces
que se encontraron en el momento exacto.
Una versión tuya pasada o futura
probablemente no hubiera hecho química
con una versión pasada o futura suya.
Y tal vez solo se cruzaron por un rato, hasta que sus caminos, simplemente, se separaron. Tal vez sus frecuencias cerebrales solo fueron capaces de traducirse y entenderse en ese momento exacto en el que estaban.
Tal vez una se dio cuenta antes, tal vez la otra no quería irse.
Tal vez, en un futuro, se reencuentren, y sean como planetas que orbitan en un sistema que gira y gira, sin tocarse, pero sabiendo que alguna vez compartieron el mismo cielo.
O tal vez fue como un cometa: mágico, inolvidable… pero fugaz.
Una sola vez.
Suficiente para encender todo, pero sólo por un rato.
Variabilidad de la Frecuencia Cardíaca
Ese “vibrar” juntos no es esoterismo.
Tiene base en biología.
El corazón, en estado normal, trabaja con tres frecuencias principales:
0.003 a 0.04 Hz → Regula temperatura corporal. Es usada por las neuronas periféricas para decirle al corazón si hay que calentarse o enfriarse.
0.04 a 0.15 Hz → Es la frecuencia con la que el cerebro le comunica al corazón el estado emocional: si debe latir más rápido, si hay peligro, si hay calma.
0.15 a 0.4 Hz → Es la frecuencia de bienestar, activada en meditación, yoga, o paz profunda. Se asocia al nervio vago. Cuando esa frecuencia domina, el corazón le dice al cerebro: “Todo está bien acá abajo. Relajate allá arriba.”
La sincronización entre cerebros es tan real, que cuando estamos enamorados o con personas que “vibran” como nosotros, miramos al mismo lugar, y cuando nos vemos a los ojos, nuestras pupilas se dilatan al mismo tiempo. Los movimientos se reflejan, hacemos espejo, sentimos la necesidad de tocarnos, respiramos al mismo ritmo sin darnos cuenta. Y por supuesto, las emociones también se sincronizan— tu dolor me duele, tu alegría me alegra, tu tristeza la siento, tu sonrisa me hace sonreír.
Lo más curioso es que este efecto no es exclusivo del amor romántico. También se ha visto entre padres e hijos, entre amigos muy cercanos, e incluso entre terapeutas y pacientes cuando logran una conexión profunda.
Y sí, esta sincronía se puede inducir. Aunque no sea espontánea, si bailan la misma música, si meditan al mismo tiempo, si imitan el tono del otro… el cuerpo y el corazón igual se alinean.
Para que el corazón pueda sincronizarse con el de otro, necesita estar en calma. Esa “paz” que sentimos cuando nos enamoramos, cuando pasa el rush coqueto y la ansiedad por lo nuevo, pero sigue la ilusión. Necesita estar dentro de esa frecuencia alta del nervio vago, cerca de los 0.1 Hz.
Solo ahí los corazones son capaces de leer al otro, de percibirlo con todos los sentidos. Solo ahí el cuerpo tiene suficiente paz para abrirse al otro sin miedo.
Mientras tanto, el cerebro también entra en sintonía. Sus frecuencias —que van de 4 a 30 Hz— permiten una comunicación no verbal mucho más fluida. Ahí es donde nacen los subtextos, los chistes internos, la conexión emocional y física que va más allá de las palabras. Los filtros sociales se apagan, hay más empatía, más amor. Son dos cerebros funcionando como uno… pero en modo super conectados.
No hace falta hablar. El inconsciente ha aprendido a leer al otro.
Van juntos. Como hormigas. Como abejas. Como flores que brotan al mismo tiempo en primavera. Se mueven en armonía, como si fueran un solo organismo.
Y cuando se nos rompe el corazón, es porque ese espacio compartido desaparece.
De golpe.
Nos sacan de esa frecuencia común, de ese lenguaje silencioso que ya nadie más habla… Sólo tú.
El cerebro lo interpreta como pérdida.
Como duelo. Como dolor, sí, pero sobre todo —como diría Freud—, como la desaparición de una parte de ti que ya no sabe si puede existir sin el otro.
Algo que te definía ya no está. Y entonces el sistema se altera.
Manda señales confusas. Y el corazón, literalmente, empieza a sufrir.
Nuestro apego y esa incapacidad de soltar vienen de ahí.
De haber creído que esa frecuencia y esa conexión eran únicas.
Que eran raras. Especiales. Y lo eran
Aunque, en realidad, tal vez eran más normales de lo que parecían.
Cambios cerebrales ante la despedida del ser amado en una ruptura.
Como ya vimos, el cerebro no distingue entre el dolor físico y el social. Y lo que ocurre a nivel micro —esas pequeñas alteraciones químicas y eléctricas— termina afectando al conjunto. Lo emocional y lo cognitivo predominan, sí, pero si lo físico no se cuida, acaba amplificando lo mental. Todo se retroalimenta.
Pero… ¿y a nivel macro? Esto es lo que pasa.
El cerebro detecta que hay dolor. Lo sabe. Los sentidos se lo dicen. Esta señal llega a la corteza cingulada anterior y a la ínsula, encargadas de registrar el cuerpo por dentro, lo visceral, lo que no pasa por palabras. Ellas saben que algo no va bien.
El nervio vago, el mensajero del corazón y de las tripas, les avisa que hay malestar. Entonces, estas zonas envían la señal de dolor real, como si hubiera una herida punzante… solo que no pueden localizarla. Y ahí, en ese cortocircuito, aparece el microinfarto emocional.
Luego viene el sistema de recompensa.
Acostumbrado a su dosis diaria de dopamina, de presencia, de contacto, de promesa. Espera. Espera con ansias. Y de alguna manera, sabe que el otro existe, que está ahí en el mundo, aunque ya no esté contigo. Pero cuando se da cuenta de que no llega —o de que no volverá—, entra en crisis. Empieza el anhelo.
El cerebro sufre como un adicto en abstinencia— se activan el núcleo accumbens, el área tegmental ventral y el cuerpo estriado, que nos empujan a buscar, a buscar aunque sea una migaja del otro, nos volvemos migajeros. Un recuerdo, una mirada, una notificación. Algo.
Y cuando ni las migajas alcanzan, caemos en abstinencia emocional. Nos volvemos irritables, obsesivos, paranoides incluso. Alucinamos. Vemos señales donde no las hay. Creemos que va a volver, que va a escribir, que algo va a cambiar. El vacío se abre.
Este vacío causa efectos en la oxitocina y el cortisol. Que ya vimos cómo afectan al corazón, pero también veremos como alteran el cerebro. La amígdala, el hipocampo, el hipotálamo… todos entran en juego.
El dolor emocional se vuelve sostenido, como si el cuerpo estuviera intentando decir: “haz algo, cámbialo, recupéralo”. Ahí imploramos. La memoria se distorsiona y olvidamos lo malo, idealizamos lo bueno. Nos atamos al pasado. Y a veces, incluso sacrificamos amistades, oportunidades, futuros amores… por seguir aferrados a una versión del otro que ya no existe.
Y mientras tanto, el sistema se sobrecarga. Aparece el insomnio, los flashbacks, el sentimentalismo excesivo, la obsesión. El hipotálamo se desregula. No hay descanso. No hay silencio.
Y la amígdala, claro, sigue hiperactiva. Procesa todo como amenaza. Cada nuevo vínculo es un posible rechazo, cada gesto ajeno es un peligro. Entra en modo hipervigilancia. Se bloquea. Se cierra.
Y con el tiempo, el lóbulo frontal, encargado de la toma de decisiones, la empatía y la reflexión, empieza a apagarse. Quedamos atrapados entre el recuerdo de lo que fue y una biología que no puede soltarlo.
Es una tormenta entre la percepción, la memoria y la química.
Pero —y esto es importante— gracias a Dios estos cambios no son permanentes.
Existe la neuroplasticidad. El cerebro puede cambiar, adaptarse, curarse. Podemos reconfigurarnos, reconstruirnos. A veces incluso salimos mejor que antes: más sabios, más enteros, menos vulnerables al abandono. No menos sensibles, pero sí con la piel más fuerte.
Síndrome del Corazón Roto… o Síndrome de Takotsubo
Desde Safo de Lesbos hasta los años noventa —pasando por las observaciones de Bowlby, poetas, filósofos y desesperados— nadie se había detenido a estudiar los efectos físicos del desamor. Hasta que en Japón, alguien se hizo la pregunta correcta... y vio algo nuevo.
Notaron que, cuando el dolor por una pérdida amorosa o trauma era tan fuerte, “dolía el corazón”, no solo como una metáfora, sino que aparecía una angina de pecho real, una opresión que dificultaba respirar. Pero no había obstrucciones, ni enzimas raras. Las arterias estaban limpias. Había algo más extraño.
El músculo cardíaco, especialmente el del ventrículo izquierdo, cambiaba de forma—se contraía de forma anómala, perdía fuerza, se “aturdía”. Era una alteración transitoria causada por una descarga masiva de catecolaminas (adrenalina y noradrenalina, como ya vimos). Un corazón literalmente sobrecargado.
A eso lo llamaron síndrome de Takotsubo, por la forma que toma el corazón bajo este estado. Similar a una vasija japonesa que usan para atrapar pulpos. La bomba que impulsa la sangre se debilita, el electrocardiograma parece un infarto, pero las arterias están limpias. Falta oxígeno, se acumulan líquidos en las células (edema), algunas otras mueren (apoptosis), y se liberan radicales libres. El estrés oxidativo hace que, literalmente, envejezcamos un poco cuando se nos rompe el corazón.
En la mayoría, el corazón vuelve a la normalidad con el tiempo. Pero en algunos casos, hay cambios sutiles en el tejido que lo hacen más vulnerable a no soportar un nuevo golpe. No deja cicatriz… pero algo cambia. Algo se recuerda.
Como curar un corazón roto desde la neurociencia y la psicología.
Si bien luego puedo dedicar un post completo a este tema, no te quiero dejar a medias. O sin ayuda. Entonces, de manera breve te dire unos tips y como algunas ramas de la psicología que a mi me gustan, lo tratan.
Sólo recuerda una cosas, siempre, cuando puedas o no, busca ayuda. Amigos, familiares, y sobretodo, profesionales. Para eso estamos.
Miedo a amar.
Sé que tienes miedo. No busques eliminarlo: dale su espacio. Reconoce que el abandono duele, y que revivirlo es lo que menos deseas. Acepta que, para volver a tener todo lo bonito que alguna vez recibiste, vas a tener que exponerte otra vez.
Reconoce que la mitad de los testimonios o escenas que ves en tu cabeza no son verdades absolutas, ni buenas ni malas: simplemente están ahí. Acepta la tristeza, vívela. No le huyas, pero tampoco te hundas en ella. Es un momento. Amargo, sí. Pero necesario. Está ahí para recordarte que eres humana, que amas, que sientes, que duele… y que tal vez, con el tiempo, te sirva de guía para tus elecciones futuras.
Tener miedo a amar es normal. Solo no te quedes ahí. Camina con el vacío, y ve llenándolo poco a poco: con experiencias, con personas, con vida.
Este enfoque se llama ACT (Aceptación y Compromiso).
Pérdido en el amor.
El sufrimiento es natural, parte de vivir. Todos lo despreciamos, incluso quienes, de algún modo, encuentran placer en él. El amor se pierde, y duele. Todos lo hemos pasado. Todos hemos sentido que era el fin, que no había más después. Pero créeme: se pierde un amor, no el amor en sí.
El sentido de amar y ser amado sigue vivo.
El amor se vuelve camino hacia algo más profundo: conocernos, entender qué nos duele, de qué tenemos que protegernos. El amor nos transforma. Y cuando se va, aparece una misión: empezar a dárnoslo a nosotros mismos.
El sufrimiento tiene sentido porque se lo damos. Porque le otorgamos un para qué.
Mi corazón no se rompió en vano. Se rompió para esto y para aquello.
Para motivarme a ser mejor persona.
Para que el otro también sea más feliz.
Para que yo crezca, aprenda, cambie.
Para lo que sea… pero no fue en balde.
Encontrar sentido, incluso —y sobre todo— en el dolor.
Este enfoque es el de la logoterapia.
Creencias disfuncionales.
Sé que duele darte cuenta de cosas que creías que nunca pasarían.
Sé que piensas que nunca volverás a ser amado, que no volverás a conectar igual con alguien, que esa conexión única no se repetirá. Sé que te cuestionas tu valor: si fuiste suficiente, si te faltó algo, si quizás pudiste luchar un poco más.
Pero quiero pedirte algo: date cuenta de lo irracional que suenan muchas de esas ideas. Lo sabes. Lo sé. Lo has pensado también cuando alguien más lo ha vivido.
Sí, puede que tengan una parte de verdad, pero la realidad casi nunca es tan extrema.
Casi siempre hay un punto medio, y eso —en psicología— se llama reestructuración cognitiva.
Tal vez no haya nadie igual, y algún día agradezcas que no lo haya.
Sí, quizá cometiste errores o te faltaron cosas… pero la otra persona tampoco quiso perdonarlos ni enseñarte cómo crecer. Tal vez tu valor se redujo en los ojos de esa persona, pero para la persona correcta, tu valor será estable, claro, y suficiente.
No te aísles en tus pensamientos. Busca el logro, el placer, la conexión real contigo mismo y con otros. Verás que, si lo practicas aunque sea sin ganas —fake it till you make it—, poco a poco, vuelve la fuerza. Vas a salir adelante. Día con día.
Este enfoque pertenece a la terapia cognitivo-conductual.
Modo supervivencia
Sé que te sentías segura con esa persona.
Sé que tu sistema de alarma se encendió con su separación.
Que tu niño interior recordó la herida del abandono, de no ser cuidado.
Sé que puedes sentir desesperación, ganas de correr, de encerrarte.
Sé que ese vínculo dejó de ser seguro. Que el evento relacional con esa persona cambió —como cambian todos los eventos cuando se acaban. El contexto cambió.
Sé que tu apego se dañó. Que le sientes lealtad. O que, tal vez, es lo que aprendiste: que así era como había que relacionarse con la pareja, con el mundo.
Pero te prometo dos cosas:
Ese no era el mejor vínculo, ni el más seguro, ni será el único.
Vas a recuperar tu equilibrio.
Vas a romper tus patrones intergeneracionales, tus roles aprendidos.
Y vas a encontrar un vínculo que te haga bien.
Uno en el que no tengas que depender para sentir que existes.
Este enfoque es desde la sistémica y la teoría del apego.
El dolor no se va.
¿Y quién te dijo que tenía que irse rápido?
El dolor dolerá lo que tenga que doler. Pero aprenderás a seguir adelante con él, no contra él. Extrañarás a esa persona —mucho o poco tiempo, no importa cuánto—.
Pero eras alguien antes, y serás alguien después. Tu vida tiene sentido después del amor, después de la pérdida, después de todo esto.
Respira. Medita. Distráete sin juicio.
Contacta con tus seres queridos. Busca reafirmación, tanto interna como externa.
Verás que, con el tiempo, tu lenguaje dejará de hablar desde la falta…
y empezará a expresarse desde la abundancia.
Eres mucho.
Este enfoque es desde la Terapia Dialéctico-Conductual (DBT).
La ausencia y el duelo desde la neurociencia
La mayoría de las personas conoce el modelo tradicional del duelo, pero no saben que no es único, ni necesariamente el más cercano a la realidad. Un duelo puede mezclar varios modelos y varios tipos. No hay una sola forma de doler. Y como bien sabrás, no es lineal ni siempre progresivo: hay estancamientos, acelerones, retrocesos... pero, de pronto —casi como por magia (o mucha terapia)—, un día te das cuenta de que saliste. Sin saber cómo. Sin darte cuenta.
Vamos con el modelo clásico, explicado desde la neurociencia:
Negación
El cerebro recibe el impacto.
No sabe de dónde viene. Es demasiado fuerte. Y se bloquea. A eso le llamamos secuestro amigdalino.
Una emoción tan intensa que provoca llanto, enojo… pero sobre todo, desconexión emocional. Frialdad. Una esperanza que apenas nace. Se acepta la ruptura, sí… pero se minimiza. No se siente real todavía.
El cuerpo se va preparando, poco a poco, para un golpe que ya llegó, pero que aún no termina de entrar. Es como cuando evitas ver el estado de cuenta de tus deudas o pospones esos análisis de sangre. Sabes, muy en el fondo, que no vas a alcanzar a pagar el mínimo, o que los estudios van a confirmar eso que temías. Pero aun así, prefieres no mirar. No saber, no confirmar. Porque mirarlo sería hacerlo real.
Ahí es cuando el eje HPA (el sistema de respuesta al estrés) empieza a hacer lo suyo. Libera cortisol. El cuerpo nos grita:
"¡Date cuenta!"
Y sí, cada vez el dolor se hace más evidente. La ínsula, esa región del cerebro que siente las emociones viscerales, empieza a dejar escapar el llanto a cuentagotas. O a chorros. No porque se acepte, sino porque no se puede sostener más. Porque es tanto, que tiene que salir. Pero sin que duela del todo. Sin entregarse. Como si se quisiera llorar sin aceptar por qué.
Entramos en un mini bucle de duelo, donde la negación predomina, pero vivimos todas las etapas mezcladas: ira, aceptación, negociación... en cuestión de minutos, o a lo largo del día. Así será durante todo el duelo, pero aquí se siente más, se ve más. No hay orden, hay caos. Ojos que ven, pero un corazón que no quiere sentir. Bien lo dice el dicho: ojos que no ven, corazón que no siente… pero acá, los ojos ven todo, y aun así el corazón se hace el ciego.
Pensá este momento como cuando abrís un poquito la válvula de presión de una olla para que no explote. O como vaciar un poco de agua de un vaso a punto de desbordarse. Pero, inevitablemente, el vapor es más que la salida. El agua entra más rápido de lo que se va. El silencio del otro se vuelve inmenso. La incertidumbre, insoportable. El rechazo, evidente. Y la negación… simplemente, insostenible.
Ira
Es la expresión sin filtro del dolor.
La olla de presión que estalla.
Las emociones nos ganan. Vamos contra todos. Contra nosotros mismos.
Hay celos, rabia, frustración, coraje, agresividad…
Pero sobre todo, una mezcla tan revuelta, tan cruda, que pierde forma.
No hacen falta gritos, aunque a veces los hay. No hacen falta golpes, aunque pasa (una pared, una mesa, el propio cuerpo). A veces, la ira toma formas más sutiles: eliminar fotos, borrar contactos, bloquear familiares, mandar notas de voz que no se envían, rayar imágenes, cortar recuerdos —cuando se imprimían.
Es esa cólera muda que nace al darte cuenta de que sí hubo señales,
o que tal vez, simplemente, no hubo cuidado.
Una traición silenciosa. Una promesa no cumplida.
Una rabia dolida.
Y a veces, el daño va hacia adentro.
Nos mordemos los labios, las uñas, nos rascamos, nos arrancamos el cabello,
hacemos ejercicio hasta que duela, como si el cuerpo tuviera que gritar lo que no sale en palabras. Queremos que el dolor salga por donde sea, aunque sea por la piel.
El sistema límbico no sabe qué hacer. Explota.
Manda señales por todo el cuerpo. No logra clasificar la emoción.
No es solo rabia. Es una rabia que reclama amor, que exige presencia,
que siente que dio demasiado y recibió poco o nada.
Es como estudiar para un examen, prepararte, hacerlo todo bien…
y que aún así el profesor ponga la prueba más difícil,
como si quisiera joderte a propósito.
Esa ira no es destructiva por naturaleza.
Puede ser un espacio revelador.
Si es acompañado, si se contiene,
puede ayudarte a ver el vínculo como realmente era:
reconocer lo bueno, sí, pero aceptar que al final, eso bueno ya no estaba.
El cerebro confunde todas esas emociones y las revuelve en una sola.
Lo que sale es ira.
Ira sin forma, como ese horrible color café con gris
que aparece cuando mezclas todas las pinturas.
No tiene matiz.
Solo necesita salir.
Eso es la ira del duelo:
Demasiado intensa para dividirse.
Demasiado pura para ser ignorada.
Negociación
El córtex prefrontal entra en modo supervivencia. Y empieza a hacer lo imposible: intenta controlar lo incontrolable.
Busca lógica. Preguntas sin respuesta.
A veces llega incluso a hacer acuerdos consigo mismo que ni puede ni quiere cumplir.
El cerebro, desesperado, toma decisiones sin base. Solo para anestesiar el dolor.
Es capaz de traicionarse a sí mismo.
A lo que sabe que merece, a lo que siempre quiso, le da la espalda.
No le importan las demás rosas. Él quiere su rosa.
No le importan los demás peces. Él quiere ese pez.
No le importan nuevos juguetes, nuevos rostros, nuevas posibilidades…
Él quiere el que perdió. Incluso si lo migajean, incluso si tiene que aceptar un lugar secundario, incluso si debe renunciar a lo que —cuando estaba sano, seguro, completo— sabía que merecía.
Ahí, en ese estado, el cerebro está dispuesto a todo.
El núcleo accumbens y el área tegmental ventral (VTA) se activan con el recuerdo del placer. Ese placer reciente, intenso, que por la cercanía del tiempo, el engaño de la dopamina o el apego de la oxitocina, parece ser el “más especial”.
Tal vez no lo era. O tal vez sí.
Pero el sistema no distingue.
Entonces comienza, sin querer, un proceso de abstinencia.
Adicción emocional. Un adicto robando. Un hijo mintiendo.
Un amante rogando.
La dopamina quiere ese “pico” de nuevo.
La oxitocina no suelta el vínculo.
Y el cuerpo entero se resiste a bajar, a soltar, a irse.
Como adictos que no se quieren ir del rave.
Como niños que no quieren irse de la piñata.
Como novios que no se quieren ir, aunque ya no haya nada.
No porque haga bien. Sino porque ese nivel de éxtasis era el hogar.
Y perderlo duele más que cualquier verdad.
Cuando se pierde la seguridad y la pertenencia, estamos dispuestos a conseguirla a cualquier precio. Negociamos. Escuchamos. “Cambiamos”.
A veces con intención genuina. Otras, solo por miedo a perder lo que ya se perdió.
Y así, sin querer, nos volvemos un mecanismo de manipulación.
No por maldad. Por supervivencia. Porque somos lo que somos, y hacemos lo que hacemos… para no rompernos del todo.
El córtex prefrontal, desbordado, no piensa con claridad.
No decide desde la razón, sino desde el miedo. Desde el deseo de no volver a sufrir.
No razona. Reacciona.
Está desesperado.
Depresión
Y aquí, el hipocampo se vuelve el villano de la historia.
Cada objeto, cada recuerdo, cada lugar… te lo vuelve a mostrar.
Y está bien. Eso significa que funciona como debe ser.
No es una condena. Es solo tiempo.
Dicen que el tiempo lo cura todo, y es cierto...
si le damos al hipocampo algo nuevo que aprender.
Tu cerebro fue entrenado durante días, semanas, o incluso años,
para que esa persona fuera el centro de tu universo emocional.
El hipocampo solo está obedeciendo al sistema de recompensa.
Pero no es tonto, con lentitud, se da cuenta de que algo ya no encaja.
Y entonces, como si fuera magia,
las conexiones empiezan a morir. A desprenderse.
A dejar de usarse.
Empiezas a reentrenar a tu cerebro, a darle nuevas memorias,
a habitar el presente con otros gestos, otras personas,
otros espacios, otros olores. Y las emociones, poco a poco, se regulan.
Se van.
A ese proceso le llamamos depresión.
No la niegues. No intentes saltártela.
Vivila bien.
Hacé rituales. Escribí cartas que no vas a enviar.
Contale a alguien lo que perdiste, un rol, un vínculo, un testigo de tu existencia.
Eso es el duelo. Es el trabajo de retirar, poco a poco, al otro de tu yo.
Es aceptar que lo bonito se fue,
y que está bien que se vaya.
Es el hipocampo recalculando el valor de las cosas,
pero dolido por dejar ir aquellas que se sentían tan bien.
Solo hay que esperar, llegarán otras. No mejores ni peores.
O tal vez sí. Pero diferentes.
Esta es, quizás, la parte más trágica y solitaria del proceso:
aferrarse al hilo del recuerdo
mientras ese recuerdo, aunque aún duele,
empieza a elevarse como un globo de helio.
Y llega un momento en el que duele más retenerlo que dejarlo ir.
Entonces lo soltás. Y se va.
Algunos recuerdos se quedan, pero ya no duelen como antes.
Y otros, simplemente… se apagan. Se convierten en fantasmas.
Sombras de lo que un día fue.
Los olvidamos al punto de no recordar que los habíamos vivido.
Y ahí, justo ahí, es donde termina esta etapa.
Aceptación
No es el final del duelo. Aunque sí, es el principio del final.
Es la relajación paulatina de la amígdala, el abrazo cálido del córtex prefrontal al sistema límbico. Una reconciliación interna. Un acuerdo silencioso.
Es el inicio real del adiós. No es ausencia de tristeza,
es la capacidad de seguir sin el otro. El reaprendizaje ya está hecho.
Se reconstruye una identidad única, se sana una autoestima,
se fortalecen vínculos antiguos y se abren otros nuevos.
Se sana.
Aquí ya no se lava la herida. Aquí se cuida.
Se protege. Se evita que la costra se caiga antes de tiempo.
La amígdala se calma, poco a poco. Y el córtex prefrontal se reconoce en esta nueva vida. La red por defecto del yo, esa que rumia, que recuerda, empieza a reorganizarse.
Se abre espacio para algo más. No para una nueva persona, necesariamente.
Sino para una vida nueva, una que apenas comienza con la aceptación.
La nostalgia seguirá. El llanto también.
Pero tú también. Y aún más lejos. Por más tiempo.
Este es un camino sin vuelta,
pero con agradecimiento.
Un cerebro que llega lejos,
que se adapta, se reconfigura, se sobrelleva. Que usa su neuroplasticidad para volvamos a ser felices.
Un yo que aprende a darle un nuevo lugar al otro.
A veces es una despedida para siempre.
A veces, un hasta luego. Pero siempre desde una restauración.
Lenta, sí. Pero firme.
Es la confrontación con la realidad.
Con el miedo a la soledad. Con la incertidumbre.
Pero también es el espacio del crecimiento.
La libertad. Las cosas nuevas.
Es un proceso que, como diría Neruda:
“Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.”
Y yo le añadiría,
pero aún más larga es la vida que continúa.
Así que no te preocupes.
El dolor que se disfruta, el arte y la catarsis.
El duelo, además de doloroso, es fuente de transformación, y para muchos artistas, de inspiración. Algunos escriben, otros pintan, otros actúan, unos construyen, otros componen, otros facturan… pero todos crean.
Al punto que muchos artistas tienen miedo a la estabilidad.
Creen que sin el corazón roto no podrán sentir, llorar, escribir, pintar.
Y tal vez sea cierto. Tal vez las emociones fuertes sean la inspiración (para muchos).
Pero no tienes por qué estar ahí, no tiene porque ser así. Créeme, la creatividad te encuentra donde sea. Incluso en la ciencia y los números. Incluso en la felicidad y el bienestar
Haz catarsis.
Baila. Haz ejercicio.
Escribe (me encanta leerte). Platica.
Narra tu vida desde el punto que escojas.
Saca eso que el cerebro y nuestro lenguaje aún no pueden traducir.
Esa catarsis tiene funciones neurocerebrales que no te imaginas.
El cortisol se nivela. La dopamina regresa, poco a poco, a ser funcional.
La red ejecutiva le da descanso a la red por defecto.
La serotonina se vuelve a producir. La melatonina vuelve.
Puedes dormir. Comer. Descansar.
Disfrutar.
El arte hace que te vuelvas arte, poco a poco. Te conviertes en tu pieza maestra. Como la técnica japonesa que le pone oro a las cosas rotas para repararlas, tú le pones arte a tus heridas. A tu cerebro.
El “cerebro racional” no tiene respuestas.
El córtex prefrontal no tiene orden.
El cerebro “emocional”, se convierte en nuestro traductor de sentimientos, y con ese corazón roto, hace arte.
La catarsis es eso. Permitirle a los sentidos, al lóbulo parietal, que pongan orden. Que hagan su función con los estímulos. Que los integren, los usen, mientras el frontal descansa y acomoda las piezas.
Un duelo es como una caja de legos desordenada. Y la catarsis es darle la oportunidad al cerebro de poner las cosas en orden a través de la expresión.
Dejar que los neurotransmisores se nivelen.
Que las estructuras del cerebro se distraigan.
Y que la cognición encuentre un flujo.
Hacer que el duelo no salga como cascada.
Sino que tenga un sentido. Y que, poco a poco,
esa olla a presión este en libertad.
La catarsis es enseñarle a la amígdala a calmarse.
Es enseñarle a traducir lo que sientes en cosas. Es darle espacio al sistema nervioso parasimpático (el de la relajación), para que, a través de la respiración, tu mente y tu cuerpo respiren, lentamente.
Es estar enfocado en el dibujo. En el baile. En la música. Es darle al lóbulo parietal la energía que necesita para acomodar los estímulos que le das.
Es quitarle poder a la rumiación.
Es permitir que el córtex prefrontal baje el volumen,
para que tu arte suba tu estado emocional. Es dejarle al cuerpo sentir el alivio de una mente que está encontrando la forma de sacar el golpe, de a poco.
La catarsis es un masaje al moretón emocional. No es magia, ni milagro, pero ayuda.
Es ayudarle al cerebro a que sane. Hablarle y dejarle hablar en un idioma que sólo él se entiende. Que baje la inflamación. Es un paracetamol cognitivo para que, al menos por un rato, deje de doler.
Habla. Corre.
Sonríe.
Al final de cuentas, la palabra “catarsis” viene del griego antiguo y significa depurar, limpiar, purificar, purgar. Haz eso con tu corazón. Sacá lo malo. Lo bueno también. Limpia el espacio.
Lo vas a necesitar listo… para lo que venga.
El cuerpo que sana a la mente.
Cuando perdemos a alguien, el cerebro entra en desequilibrio total: químico, eléctrico, físico, emocional, social… como ya mencionamos.
Pero —gracias a Dios— no todo está perdido.
Existen formas naturales de recuperar ese balance.
Desde la terapia cognitivo-conductual sabemos que la emoción afecta la conducta, pero también que funciona al revés: la conducta puede moldear la emoción.
Como si "engañáramos" un poco al cerebro. Si sales a caminar, si sonries, si te sientes amado por tus amigos, el cerebro interpreta que tal vez todo estás bien.
Y empieza a responder en esa dirección.
Te podría explicar todo esto con tecnicismos neuroquímicos, pero prefiero dejártelo claro y directo, para que lo apliques a tu ritmo. Con cuidado, sin exigencias.
Porque a veces, el duelo no se sana solo con palabras.
Hay días en los que ya no alcanza con entender lo que pasó o escribir lo que duele.
Ahí es cuando el cuerpo entra en juego.
Y toca enseñarle al cerebro —desde lo físico— que puede estar bien otra vez.
Así que sal a caminar. No por deporte. Por respirar.
Y sin darte cuenta, el movimiento activa tu dopamina, tus endorfinas, ese cóctel químico que el cerebro traduce como: "algo bueno está pasando."
No es euforia. Es una tregua.
Un pequeño respiro.
Además, el ejercicio despierta al BDNF, ese factor neurotrófico que cuida y fortalece tus neuronas como un jardinero que riega las redes cerebrales dormidas.
Y sin darte cuenta, estás menos ansioso, menos triste, más presente.
Después, te preparás un desayuno bonito.
No por dieta. Por cariño.
Un poco de avena, plátano, chocolate negro.
Alimentos ricos en triptófano, ese aminoácido que tu cuerpo convierte en serotonina.
La molécula del “estoy bien”.
No, no cura un corazón roto.
Pero es un empujoncito químico para levantarte del suelo.
Sal al sol. Porque sí.
Porque ese ratito de luz natural no solo sube tu serotonina por la D3,
sino que reajusta el reloj interno del cerebro. Le recuerda cuándo dormir, cuándo despertar, cuándo descansar.
Y con suerte, esta noche…
dormiras un poquito mejor.
Si hay espacio, medita.
No como monje. Sino como una forma de estar contigo.
Ojos cerrados. Respirando sin apuro.
Eso calma la amígdala —la centinela que todo lo vive como amenaza— y fortalece tu corteza prefrontal, esa parte de tu cerebro que dice: “tranquilo, vamos a poder con esto.”
Come bien, si puedes. No por obligación, por amor a ti y tu cuerpo.
Porque el omega 3, el magnesio, el zinc, las vitaminas, son aliados silenciosos de tu bienestar. Cuidan tus sinapsis, tu estado de ánimo, tu sistema nervioso.
Te reconstruyen por dentro aunque no te des cuenta.
Y cuando por fin dormues bien, no es solo descanso; cuando por fin comes bien, y no solo por hambre; cuando por fin te mueves, y no solo por obligación; algo pasa.
Existe una reorganización emocional.
El cerebro archiva, suelta, sana.
Y tu —que pensabas que solo estabas “durmiendo” en el duelo—
en realidad, te estabas reconstruyendo en silencio.
Resumen neuroemocional
Ejercicio físico → Aumenta dopamina, endorfinas y BDNF (factor neurotrófico); mejora el estado de ánimo y reduce la ansiedad.
Triptófano (plátano, avena, chocolate negro) → Precursor de serotonina (bienestar).
Luz solar → Mejora serotonina, regula el ritmo circadiano (melatonina).
Atención plena (mindfulness) → Reduce la hiperactividad de la amígdala y fortalece la corteza prefrontal.
Omega 3, magnesio, zinc → Son neuroprotectores.
Dormir bien → Consolida emociones, reduce la reactividad emocional.
Recuerda que cuidar el cuerpo es cuidar la mente.
La autorregulación emocional empieza en el sistema nervioso.
No olvides que te recomiendo ir a terapia psicológica, si sientes que lo necesitas.
Porque aunque hagas todo esto, no significa que cambiará todo de inmediato.
El cerebro provoca emociones, sí. Pero las emociones también provocan cambios en el cerebro. Y para sanar, hay que atender ambos frentes.
Lo mismo con la dieta, el ejercicio, el sueño:
consultalo con un profesional de la salud.
Mientras tanto, solo te puedo decir esto:
Para estar bien, tienes que comer bien, dormir bien, pensar bien, moverte bien, sentirte bien.
Si una pata de la silla cojea, la silla entera se cae.
Resumen para sanar el corazón roto
No minimices tu dolor.
Tu cuerpo, tu mente y tu sistema nervioso están en duelo.
No es solo tristeza, es una tormenta biológica que te atraviesa por completo.
La amígdala está hiperactiva, el eje HPA dispara cortisol, y tu sistema nervioso autónomo se desregula. No es que estés exagerando. No es que seas débil. Es neurobiología. Eres humana.
Transforma el dolor en sentido.
No lo apagues. No lo niegues.
Dale forma. Dale un lugar. El sufrimiento pierde peso cuando encuentra dirección.
Cuando el córtex prefrontal entiende el “para qué”, el dolor emocional se vuelve más manejable, y la desesperanza pierde fuerza. El propósito no borra la tristeza, pero la organiza. Le da orden a lo que parecía caos.
Actúa desde tus valores.
Haz lo que importa, aunque no tengas ganas. Aunque duela.
La motivación no llega antes, llega después de empezar.
El sistema dopaminérgico necesita movimiento, metas, acción.
Cada pequeño gesto coherente contigo mismo reactiva tu red ejecutiva y calma la red por defecto —esa que rumia y repite lo que ya fue. Actuar, incluso despacio, es una forma de decirle al cerebro: “estoy reconstruyéndome”.
Crea tus propios rituales.
Escribir una carta que no enviarás. Guardar algo en una caja. “Quema” o borra lo que ya no es. Lo simbólico tiene una fuerza cañona, le da al hemisferio un canal para aquello que no puede poner en palabras. La catarsis no es debilidad, es liberación.
Reduce la actividad límbica, baja la tensión corporal y permite que la ínsula anterior integre la experiencia emocional. El dolor sale a brochazos, plumazos y acciones.
Búscate vínculos que te hagan bien.
La pérdida duele menos cuando no se transita solo.
Un abrazo, una presencia, una conversación con alguien que no juzga.
Ahí se libera oxitocina, bajan las hormonas del estrés, y el sistema nervioso encuentra su ritmo. Estar acompañado calma la amígdala. Sostiene. Da paz.
Crea nuevas memorias.
Ve a conciertos, tómate fotos, vuelve a esos lugares cuando estés lista.
Llena tu memoria de tantas cosas buenas, de tanta gente que te ama, que ya no quede espacio para el rechazo. Haz que tu mente recuerde —y sepa— que hay personas que, sin quitarte tu libertad, cuidarán tus miedos, amarán tus heridas, rozarán tu corazón y lo llevarán como lo más preciado que tienen.
Cuida tu cuerpo: él también está de duelo.
Antes que las ideas, están las sensaciones. Antes que las conclusiones, está el descanso. Dormir bien reorganiza tu memoria emocional. Comer nutritivo estabiliza la química cerebral. Caminar activa endorfinas y riega tu cerebro con BDNF, el fertilizante neuronal. Respirar profundo estimula el nervio vago y calma el corazón. Abrazar —sí, también eso— regula el ritmo cardíaco y te recuerda que estás vivo, que sigues siendo querido.
Recuerda…
No hay atajos, pero hay camino. Y se camina mejor si lo haces con sentido, con cuerpo, con valores y con gente buena al lado.
PD. El corazón más bello del mundo.
Si bien esta historia me la contaron hace mucho, y puede tener mil versiones, te quiero contar una versión corta que deja ver lo importante del mensaje.
Érase una vez,
En un pueblo muy lejano—pero no tan lejos ni tan cerca—donde casi no pasaba gente, pero había humanos, existió un joven que presumía de tener el corazón más bello del mundo.
Ese pueblo era mágico, por una maldición que no saben muy bien de dónde vino. La gente, en ese pueblo, podía abrir su pecho como si fuera una caja de joyas, un par de puertas que te dejaban ver el corazón de cada persona. Verlo latir desde dentro.
Eso, para los amantes, era una bendición. Uno podía enamorarse, pero ver el corazón del otro. Si estaba negro, manchado, si mentía, podías ver si le faltaban cachitos o si estaba roto. Ya era uno el que decidía si, aun así, quedarse; si, aun así, seguir amando al corazón del otro.
Ese joven especial, quien por astucia del destino logró llegar al pueblo desde muy lejos, presumía que su corazón era el más bello del mundo. El pueblo veía asombrado su corazón. Nunca habían visto a nadie igual. Su corazón era reluciente, rojo, brillaba como cristal. Aunque era fuerte como diamante, su sangre parecía lava incandescente, sus latidos parecían tambores de una tribu. Todo era perfecto.
Amaba que lo admiraran, y salía todos los días a la plaza a que lo admiraran.
El joven no quería irse. Era muy amado, muy atractivo.
Todo mundo quería su corazón. En el pueblo, no había nadie más que le ganara. Algunos decían que era porque venía de lejos; otros, porque era único. La gente no entendía, pero lo querían, a él y su corazón
El joven creía que era el ser que mejor amaba. Su corazón daba todo su brillo, todo su esplendor, se dejaba amar y sonreía.
Pero un día, sin que nadie se diera cuenta, apareció un señor desde lo lejos, uno que había estado observando. El joven había ganado mucha fama y llamo su atención.
Y en medio de su show diario, el señor lo interrumpió y le dijo:
“¡Mentira! Es el corazón más feo que he visto en un adulto.”
—Cuando somos bebés, nuestros corazones están formándose y se arrugan con cada regaño o cada vez que nuestros papás nos desatienden. Cuando somos niños, el egoísmo y el narcisismo nos ayudan a cubrirlo. Pero cuando somos adultos y aprendemos a cuidar del otro, cuando nos abrimos a amar y no a huir del rechazo, es cuando el amor realmente sale, y ahí el corazón se rompe. Esa coraza que ustedes ven en este chico es de alguien que nunca ha amado. Es un corazón intacto. Su cristal no es diamante, es hielo, espejo. Es el corazón de alguien que ama ser amado, que ama muchísimo el amor, pero que no sé si haya amado, más allá de haber querido.
—Mi corazón es más bello —exclamó, molesto.
Y el joven, muy indignado, al ver que era el único del pueblo que no lo había admirado, con mucha arrogancia le preguntó:
—A ver, abre tu corazón. Déjame ver lo más bello que tienes.
El señor, con mucha humildad, se abrió su pecho mágico y dejó ver su corazón. La gente, horrorizada, se rió de él. Era un corazón horrible. Estaba cocido, roto, tenía partes muertas y en algunas partes le faltaban cachos. En otras había pedazos que no encajaban o que eran de otro color. El corazón no olía mal, pero no funcionaba bien. Los latidos parecían de una carcachita que apenas funcionaba. Sacaba humo. La sangre era espesa y no brillaba tanto. Iba lento y de manera arrítmica. Algo pasaba.
El señor, con una lágrima en el ojo, les dijo a los del pueblo:
—Ya han olvidado nuestra maldición. Nosotros, en este pueblo, podemos ver los corazones de la gente porque hubo una época en la que sólo podíamos ver las caras y lo que creíamos que eran los otros, sin poder ver con ternura al otro, sin ver sus verdaderas intenciones o miedos. Nos encaprichábamos sin darnos cuenta de que el otro no podía amarnos, no quería amarnos, o simplemente no era el momento. Lo tenía cerrado o aún prestado en otra parte. Fue ahí cuando la bruja, en forma de castigo, y para enseñarnos a amar, nos dio la magia para poder ver el corazón.
—Los viejos aún recordamos esa historia. Éramos niños cuando pasó.
—Tristemente, ustedes aún ven caras, y con el tiempo han aprendido a valorar la belleza física de un corazón como el del joven: intacto, puro, brillante. Bello sin duda. ¿Con amor? Lo dudo.
—¿Por qué? —grita enojado el joven—. ¿Quién te va a creer a ti con semejante bestia de corazón que tienes? Incompleto, muerto y a pedazos.
La gente se rió.
Y el señor, pacientemente, mientras camina hacia la fuente de la plaza, se va retirando el corazón del pecho para meterlo a lavar. Mientras lo acaricia y le cuenta:
—Mi corazón sí tiene pedazos que le faltan, pero son de las veces que di y no fui correspondido. Sí, mi corazón tiene pedazos que no encajan, porque son pedazos de personas que me amaron. Si ves que no encajan muy bien y son pequeños, es porque son personas que no supieron amarme muy bien, me daban menos aunque intentaron, y con lo que pudieron, se pusieron aquí. Si ves que son pedazos muy grandes que se salen, son personas que estaban dispuestas a darme su corazón entero para sanar el mío. Pedazos tan grandes que no cabían— mis padres, mis hermanos, un par de amigos y hasta alguna pareja que me amo (y ame).
Decía todo esto mientras, delicadamente, juntaba agua en su mano como conchita y la dejaba caer por las yemas de los dedos para quitar el polvo.
—Si ves pedazos con costuras mal hechas, es porque son las veces que intenté sanar de golpe y me cerré mal la herida. Si ves cicatrices, son de las veces que abrí una herida muchas veces, hasta que se quedó la cicatriz. Si hay telarañas y polvo en ciertas válvulas, es de las veces que el miedo al amor, al dolor, impidió que pudiera volver a entregarme. Dejé que se fosilizara.
Una vez limpio, y rozando con los dedos como quien cuida a un bebé, levanta su corazón y se lo da al muchacho para que lo vea. Le dice:
—Si ves que tiene curitas, es porque es un corazón que a veces sangra con los recuerdos, con ampollas de forzarse a entrar a un lugar donde no era bienvenido. Si ves que tiene bolas a un lado, es por las veces que fui amado y no pude corresponder. También eso me dolía. Si ves que mi corazón late lento, es porque está cansado, pero no rendido. Amar nunca fue fácil. Si ves que late arrítmicamente, es porque ya no sabe cómo es bailar solo, y baila con el ritmo de todos los corazones que amó.
El joven, en silencio, mientras toda la gente lo ve, sostiene y admira el corazón del señor más valiente que había conocido.
Mientras seguía escuchando:
—Si ves que la sangre de mi corazón es negra o hay pedazos muertos que no laten, es por las veces que dejé que el odio y la ira se apoderaran de mí. Que me eché a perder solito. Si ves más de cerca, verás que hay venas que ya no circulan: son las veces que se rompió el corazón. Pequeños microinfartos que recibí con malas noticias. Rechazos que recibí y no quise. Pero si te fijas, a un lado siempre hay una nueva vena que mi cuerpo hizo para volver a latir normal. El corazón siempre sanó.
—Ahora quiero que veas esto —y le apunta a unas marcas de una mano, como cuando deja el dedo en la arcilla—. ¿Ves eso? Esas huellas marcadas no se hicieron por un día. Es cierto que hubo personas que aceleraron mi corazón por minutos, que lo hicieron sentir mucho frío y mucho calor, pero siempre se fueron. Eran temporales, casitas donde mi corazón, con lo que necesitaba, quería o creía que era lo mejor, se sintió menos solo para el momento en que estaba.
—Pero esas marquitas que ves, que se hicieron por el tiempo, como el río marca las piedras, o los escalones de mármol en catedrales que se marcan por siglos de gente pasando, son mi pertenencia más valiosa.
El joven empezaba a llorar. Se daba cuenta de que nunca había amado, y que tal vez, más allá de la admiración, nunca había sido amado. Nunca se había dejado amar. Era tanto su miedo a que su cristal se rompiera, a que su hielo que lo protegía del polvo se derritiera, a que cualquier manchita pasara, que huía siempre. Y la realidad—no había sido necesario mientras era joven. Siempre había sido objeto de deseo. No había necesidad de cambiar. Siempre era el que rechazaba, no el rechazado. Nunca se había expuesto.
El señor, dándose cuenta de que el joven ya había empezado a reflexionar, le dice:
—Yo estoy viejo y soy el último de mi generación. Mis padres hace siglos que no están. Mi amor eterno ya se fue. Mis hijos, por enfermedad, no pudimos convivir tanto. Y mis amigos de toda la vida… algunos se fueron antes que yo, y los poquitos que siguen aquí, su cabeza no les da para recordarme. Sin embargo, ellos siguen aquí, en esas marcas.
—Esas marcas se hicieron porque siempre, en las buenas, las malas, enojados, peleados, escuchando, riendo, comiendo, bailando, bebiendo, cantando… estuvieron aquí y cuidaron de mi corazón. Les tocó coserlo, levantarlo del suelo, hacerlo latir de nuevo. Les tocó limpiarlo de lágrimas y momentos amargos. Les tocó darme cariño. Se volvieron locos conmigo y por mí, y yo me volví loco por ellos y con ellos.
—Mi corazón descansaba en ellos, en sus manos, y a veces hasta mi corazón dormía a lado suyo. Esas marcas se hicieron porque estuvieron siempre—los que verdaderamente me amaron, los que dieron grandes pedazos de su carne y su sangre para que el mío volviera a estar funcional cuando no podía, los que me mantenían cerca en su cabeza, que sus preocupaciones eran mías y las mías eran suyas. Quienes me hicieron reír cuando lloraba, y quienes lloraban conmigo cuando no podía ni sonreír.
—Esas marquitas se hicieron cuando yo estaba haciendo mis marquitas en sus corazones.
El señor toma de vuelta su corazón, lo agarra mientras camina y se va acercando a una viejita afuera de una casa. Tiene más de cien años y no recuerda nada, tiene alzheimer. Con una mano le acomoda las manos, y con la otra le pone su corazón.
—¿Ves? —le dice—. Todavía encaja, ella es mi mejor amiga.
Mientras le limpia las lágrimas a la viejita, que sin saber el nombre de él, sabe que ese viejito de un corazón “horrible” es alguien que ama… y la amó. Él le besa la frente y le dice “gracias”. Ella cierra los ojos y sostiene el corazón.
El señor se voltea con el joven y le dice:
—Sí, tengo el corazón más feo del mundo… pero porque tal vez sea el corazón que más ha amado y, a pesar de sus miedos, se ha dejado amar.
—No tengas miedo. Rompe tu corazón. Sanará. Ser vulnerable cuesta, pero en las manos correctas, incluso lo más vulnerable nunca estará más protegido que en sus manos. Un corazón encerrado se convierte en piedra; un corazón que se abre puede romperse, amando. Un corazón vuelto piedra no funciona, se echa a perder. Un corazón roto, sin darse cuenta, sana, y de repente encuentra un lugar, una amistad, un abrazo, una pareja, un familiar que lo sabe cuidar… incluso como nunca te imaginaste que alguien lo podría cuidar, ni tú mismo (al principio, después en cada uno de ellos, aprendes como, te vuelves también tu propio abrazo, tu propio apapacho).
—Y eso vale la pena. Amar duele. Ser amado vale la pena, a pesar de todo el dolor que hay de por medio.
—Ya no será perfecto tu corazón, pero te apuesto que ahora será el corazón más bello del mundo.
El viejito se queda con su amiga, abrazándola mientras la cuida. Pero toma un cachito de su corazón y le dice al joven:
—Toma, este cachito ahora es tuyo. Tú decide qué hacer.
Mientras todas las personas lo veían, creyendo que tiraría el pedazo, que se reiría como antes… aceptó el pedazo. Sacó su corazón de su caja de cristal y se pegó el pedacito. Ese pedacito de carne vieja lo hizo, por primera vez, sentirse amado de verdad.
Ahora le tocaba a él amar, entregar, y ver si era correspondido.
El joven agradeció al señor y a su amiga, que le habían enseñado la verdadera belleza del corazón, y salió corriendo del pueblo. Había muchos pedazos que quería dar y que nunca había dado: a sus padres, a sus amigos, incluso a una novia del pasado.
Se había dejado querer. Ahora le tocaba amar, entregar… y ver quién, en el camino, se encontraba.
Fin.
Si llegaste hasta aquí MP, este texto es tuyo. Quería decirte, desde lo que conozco, que vas a salir adelante. Que volverás a amar. Que volverás a ser amada. Y que no estarás sola, te lo prometo. Ya llegará. Un nuevo corazón… o una nueva vida, pero llegará. Tu corazón sanará.
Por mientras, aquí estoy. Sin prisa, sin agobios. Te conocí de adulta, y aún así quiero abrazar a tu niña interior, cuidar su corazón, su pureza. Recordarte que todo estará bien, que puedes seguir fluyendo, bromeando, hippieando, leyendo, riendo, amando, siendo tú. Y aunque no pueda evitar que sufras, te acompaño, desde mi camino, en tu propio camino.
Y aún muchos años después, sigo y estoy aprendiendo como. Quiero hacerlo, para eso están los amigos. Yo crezco, tu creces, crecemos juntos. Nos acompañamos mutuamente.
Gracias por dejarme estar, gracias por estar aquí conmigo
Gracias por ser tú… y dejarme ser mi yo más genuino.
Aquí estoy, en las buenas y en las malas.
Ni tan lejos como para que me olvides.
Ni tan cerca como para que te sientas sin libertad.
Ni tan cerca para tocar tus miedos, ni tan lejos para activar los míos.
Pero, al final de cuentas, aquí estamos siempre (en equilibrio), el uno con el otro
Y siempre desde el cariño, la amistad, y la incondicionalidad de saber que aquí estamos y estaremos.
Tu amigo,
que te ama,
José Antonio
Referencias
1. Armour, J. A. (2007). The little brain on the heart. Experimental Physiology, 92(4), 517–524.
2. Armour, J. A. (2011). Physiology of the intrinsic cardiac nervous system. Heart Rhythm, 8(7), 953–958. https://doi.org/10.1016/j.hrthm.2011.01.038
3. Armour, J. A., & Ardell, J. L. (2014). Neurocardiology: Structure-based mechanisms in cardiac autonomic control. Circulation Research, 114(3), 463–476. https://doi.org/10.1161/CIRCRESAHA.114.300785
4. Beaumont, E., Mohammed, S., & Bagga, S. (2020). Clinical potential of sensory neurites in the heart and their role in pain perception and cardiac disease. Frontiers in Neuroscience, 14, 562. https://doi.org/10.3389/fnins.2020.00562
5. Bradley, R. T. (2011). The psychophysiology of intimate relationships. In G. Fink (Ed.), Handbook of Stress Science: Biology, Psychology, and Health (pp. 351–364). Springer Publishing Company.
6. Crockett, M. J., Clark, L., Hauser, M. D., & Robbins, T. W. (2010). Serotonin selectively influences moral judgment and behavior through effects on harm aversion. Proceedings of the National Academy of Sciences, 107(40), 17433–17438. https://doi.org/10.1073/pnas.1009396107
7. DeWall, C. N., MacDonald, G., Webster, G. D., Masten, C. L., Baumeister, R. F., Powell, C., & Eisenberger, N. I. (2010). Acetaminophen reduces social pain: Behavioral and neural evidence. Psychological Science, 21(7), 931–937. https://doi.org/10.1177/0956797610374741
8. Ghadri, J. R., Wittstein, I. S., Prasad, A., et al. (2018). International expert consensus document on Takotsubo syndrome (Part I): Clinical characteristics, diagnostic criteria, and pathophysiology. European Heart Journal, 39(22), 2032–2046. https://doi.org/10.1093/eurheartj/ehy076
9. Giannino, G., Braia, V., Griffith Brookles, C., et al. (2024). The intrinsic cardiac nervous system: From pathophysiology to therapeutic implications. Biology, 13(2), 105. https://doi.org/10.3390/biology13020105
10. Goldstein, P., Weissman-Fogel, I., Dumas, G., & Shamay-Tsoory, S. G. (2018). Brain-to-brain coupling during handholding is associated with pain reduction. Proceedings of the National Academy of Sciences, 115(11), E2528–E2537. https://doi.org/10.1073/pnas.1703643115
11. Historia Arte. (s.f.). Eros y Psique de Canova. https://historia-arte.com/obras/eros-y-psique-de-canova
12. Infobae. (2018, 22 de octubre). El triste e injusto destino de Safo, una gran poeta reducida solo a lesbiana. https://www.infobae.com/america/cultura-america/2018/10/22/el-triste-e-injusto-destino-de-safo-una-gran-poeta-reducida-solo-a-lesbiana/
13. Kinreich, S., Djalovski, A., Kraus, L., Louzoun, Y., & Feldman, R. (2017). Brain-to-brain synchrony during naturalistic social interactions. Scientific Reports, 7, 17060. https://doi.org/10.1038/s41598-017-17339-5
14. Klein, P. (2020). A new 3‑D map illuminates the ‘little brain’ within the heart. Jefferson Research Magazine.
https://research.jefferson.edu
15. Kolemann Lutz, C., Cadiou, H., Trevino, T., & Cinelli, I. (2021). Electromagnetic fields to sustain life on Earth and beyond. ResearchGate. https://www.researchgate.net/publication/350785155
16. Lyon, A. R., Bossone, E., Schneider, B., et al. (2016). Current state of knowledge on Takotsubo syndrome: A position statement from the Taskforce on Takotsubo Syndrome. European Heart Journal, 37(37), 3822–3839. https://doi.org/10.1093/eurheartj/ehw161
17. Malik, M., & Camm, A. J. (2015). Components of heart rate variability—what they really mean and what we really measure. American Journal of Cardiology, 72(11), 821–822. https://doi.org/10.1016/S0002-9149(15)00077-1
18. McCraty, R., Atkinson, M., & Tomasino, D. (2001). Science of the heart: Exploring the role of the heart in human performance (Publication No. 01-001). Institute of HeartMath. https://www.heartmath.org/assets/uploads/2015/01/science-of-the-heart.pdf
19. McCraty, R., Atkinson, M., Tomasino, D., & Bradley, R. T. (2009). The coherent heart: Heart–brain interactions, psychophysiological coherence, and the emergence of system-wide order. Integral Review, 5(2), 10–115. https://www.heartmath.org/assets/uploads/2015/01/coherent-heart.pdf
20. McCraty, R., Atkinson, M., & Tomasino, D. (2004). The heart’s electromagnetic communication: New scientific evidence. HeartMath Research Center, Technical Report.
https://www.heartmath.org
21. Mischkowski, D., Crocker, J., & Way, B. M. (2016). From painkiller to empathy killer: Acetaminophen (paracetamol) reduces empathy for pain. Social Cognitive and Affective Neuroscience, 11(9), 1345–1353. https://doi.org/10.1093/scan/nsw057
22. Ostadal, P., & Ostadal, B. (2015). Transient apical ballooning syndrome: Pathophysiology and clinical aspects. Heart Failure Reviews, 20(1), 1–11. https://doi.org/10.1007/s10741-014-9461-3
23. Pelliccia, F., Kaski, J. C., Crea, F., & Camici, P. G. (2017). Pathophysiology of Takotsubo syndrome. Circulation, 135(24), 2426–2441. https://doi.org/10.1161/CIRCULATIONAHA.117.027121
24. Prasad, A., Lerman, A., & Rihal, C. S. (2008). Apical ballooning syndrome (tako-tsubo or stress cardiomyopathy): A mimic of acute myocardial infarction. American Heart Journal, 155(3), 408–417. https://doi.org/10.1016/j.ahj.2007.11.008
25. Pribram, K. H. (2013). The energetic heart: Bioelectromagnetic interactions within and between people. Bioelectromagnetic Interactions Journal.
26. Rogers, P., & Klein, H. (2020). Heart–brain connection: New insights into cardiac afferent signaling. Psychology Today. https://www.psychologytoday.com/us/blog
27. Shah, R., & Aronow, W. S. (2021). Takotsubo cardiomyopathy during the COVID‑19 pandemic: A systematic review. European Journal of Heart Failure, 23(2), 195–196. https://doi.org/10.1002/ejhf.2065
Increíble. Me la he pasado llorando durante gran parte de la lectura, no en un mal sentido, supongo que me dio mucha nostalgia leerte. Me encuentro en el proceso de duelo por una ruptura amorosa y tu artículo fue como un abrazo al corazón. Si bien voy a terapia, ya voy para 5 años, me recordaste muchas cosas que en algún punto he platicado con mi psicológa y había “olvidado”. La historia del final me conmovió mucho. Gracias por compartir esto con todos nosotros, gran artículo.
disfrute cada parte de la lectura, aprender cómo funciona mi cuerpo en algo tan grande como un duelo es inimaginable, amo y cuido mi cuerpo para poder sentir esa plenitud de poder amar y ser amado💖